sábado, mayo 19, 2007

V. TRES METAS QUE NOS ACERCAN A UNA REAL EDUCACIÓN (Reflexiones Finales)

“Frente a una sociedad dinámica en transición, no admitimos una educación que lleve al hombre a posiciones quietistas, sino aquellas que lo lleven a procurar la verdad en común, ‘oyendo, preguntando, investigando’. Sólo creemos en una educación que haga del hombre un ser cada vez más consciente de su transitividad, críticamente, o cada vez más racional.” (Paulo Freire)

V. TRES METAS QUE NOS ACERCAN A UNA REAL EDUCACION

1º Formación docente para la educación en democracia.

Después de todo lo expuesto pareciera innecesario hacer más precisiones acerca de lo que nos corresponde como profesores, de lo que debemos hacer y de cómo debemos actuar en las aulas. Sin embargo, es durante el proceso de formación de los profesores que, sin perjuicio de las capacidades particulares de cada sujeto y de la imposibilidad de realizar una formación acabada y terminal, se deben formular todas aquellas interrogantes que con absoluta libertad, como debe ser en una academia de nivel superior, pueda buscárseles soluciones y respuestas, por muy variadas que éstas sean. Ya que se supone que en la academia el sujeto desarrolla libremente su espíritu, para lo que están garantizados los espacios para acceder al conocimiento y para la reflexión, para la discusión y la crítica, entre alumnos y maestros.

Es en la universidad, donde se deben preparar los docentes, donde el futuro profesor debe tener la oportunidad de vivir la praxis educativa, aprendiendo a respetar, y sintiéndose respetado; a contraponer ideas y a ser escuchado; a no estar de acuerdo y a pensar distinto; a ser tolerante y responsable en su independencia. El futuro profesor no tiene otra oportunidad de vivir la educación democrática antes de hacerse cargo de su vida profesional, y es por ello que es imprescindible que así lo entiendan quienes se resisten aún a respetar la posición, por inexperta e ingenua que sea, de quienes están en incipiente desarrollo profesional. Es muy difícil aprender a respetar a los alumnos, si el profesor no se sintió respetado como alumno; así como es muy difícil tratar con amor a los alumnos si el profesor se sintió negado por sus maestros. Por ello es necesario hacer mayores esfuerzos para vivir aquellos valores de la laicidad en la academia, de tal manera que el futuro profesor no tenga excusas al momento de ejercer de manera contraria a ellos. De esta manera el profesor en formación aprenderá a hacerse responsable de su proceso, de su crecimiento, de su desempeño, así como aprenderá a criticar y hacerse cargo de ello; toda vez que se le da la oportunidad de demostrar sus avances y sus aprendizajes en las discusiones propias del aula; derivando la competencia entre estudiantes por una calificación, en un esfuerzo por conocer más y compartir aquellos conocimientos con sus pares.

A esto nos convoca esta primera meta propuesta, a formar profesores capaces de abrir las puertas del saber a sus alumnos, y de dejarlos atravesar dicho umbral y transitar con ellos por los recovecos que ofrece el conocimiento, enarbolando una única bandera, la de la verdad; aquella que no admite censuras ni omisiones, y que seduce por sí sola a quienes se aproximan a ella. Una formación de profesores que prepare para la difícil tarea de educar a una generación que más que nunca tiene a su alcance los medios de comunicación que lo conectan con el mundo entero, y que le proporcionan conocimientos alternativos tan válidos como los que hayan sido noblemente planificados por el docente. Con aquellos medios, el sujeto puede compartir experiencias con otros de culturas muy particulares, así como desconocidas para muchos; teniendo acceso a nuevos paradigmas que lo lleven a contrastarlos con los propios. Y es en este plano que el profesor debe saber enfrentar y guiar la búsqueda de sus alumnos, sin imposiciones ni negaciones, ni mucho menos con dogmas que cierren el paso a más interrogantes.

Es aquí que quisiera detenerme para profundizar en la idea anterior, pensando, eso sí, en lo concerniente a la educación básica, aún cuando se apunte al sistema general de enseñanza; puesto que tiene que ver con la concepción de mundo y del hombre que todos poseemos, con los temas relativos a la diversidad de creencias y religiones que existen, y con aquellas ideas no teológicas. Ya que es sobre esto, precisamente, y es lo lamentable, que no se dice ni hace nada a lo largo del proceso de formación de profesores. Mientras para cualquier otro subsector de aprendizaje, el profesor debe prepararse y capacitarse; ya sea para educación matemática, lenguaje y comunicación, comprensión de la naturaleza y la sociedad, educación artística, etc. Y capacitarse precisamente porque, para un profesional que se precie de tal, con su experiencia previa no basta; no son suficientes los conocimientos que trae el sujeto como para hacerse cargo del aprendizaje de sus alumnos. Aún cuando aquellos conocimientos superen, los necesarios para los niveles básicos y medios. No es lícito pretender que egrese un profesor sin haber sido capacitado en aquellas áreas en que deberá basar su actividad educativa. Resulta inadmisible que un profesor improvise en el aula de acuerdo con su parecer. Pero, sin embargo, sí se le otorga validez a su experiencia previa, a su parecer, al momento de abordar temas relacionados con la historia, con la sociedad y con la cultura de los pueblos. Se admite que no sea capacitado para hablar de mitología con sus alumnos; si es protestante, bien pueden servir los discursos del pastor de la iglesia a la que asiste; si es católico, también lo son los sermones del cura de su iglesia; si es judío o musulmán, también sirve lo que leyó en el Torá o en el Corán; y si es budista, o ateo, él verá como se las arregla para trabajar en establecimientos que le permitan dar a conocer su experiencia. De cualquier forma, para abordar un tema tanto o más importante que la cultura de un pueblo determinado o los procesos que dieron origen a las diversas civilizaciones, no se considera necesario capacitarse y por ello que no se dictan cátedras para su estudio específico, ni se incorporan aquellos temas en las que debieran contenerla, como son las cátedras de las ciencias sociales. Tampoco hay apoyo catedrático en aspectos filosóficos, antropológicos ni sociológicos, aún cuando las academias cuenten con los especialistas necesarios. Es, en realidad, un área dejada a la suerte y criterio de quienes deban abordarla en las escuelas, donde la academia no se hace cargo, aunque promueva el desarrollo libre del espíritu, al parecer un desarrollo con las limitaciones propias de una sociedad que creció bajo una pesada sotana inquisidora.
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2º Educación pública al servicio de todos los chilenos.

En este título, al hablar de educación pública, se hace alusión a un sistema educacional que, ora municipal, ora subvencionada, es financiada por el fisco, el Estado. Y se hace en directa alusión a aquella discutida durante varios lustros en las mesas legislativas, desde los gobiernos liberales hasta las primeras décadas del siglo pasado, y que aún no deja de ser un proyecto en desarrollo, avanzado, pero aún no establecido y legitimado. La educación estatal, como ya se expuso, es esa que imparte un estado imparcial –laico- y que aspira a satisfacer las necesidades intelectuales de cada uno de sus miembros, sin vincular la acción educativa a dogmas de ninguna índole.

Entonces, lo que se propone en esta segunda meta es que, a partir de la acción de profesores formados en un curriculum democrático, y mediatizados por una acción democratizadora de la educación por parte del Estado, lleguemos a establecer un sistema educacional nacional –público- con características propias de la laicidad, es decir, libertaria, democrática, no dogmática. Puesto que es irrespetuoso que con recursos fiscales se coarten las opciones de los ciudadanos para acceder a una escuela que no intervenga la concepción de mundo que se vive en sus familias. No es lícito que un sistema que se sostiene con recursos de todos los ciudadanos no ofrezca una educación laica, que represente los intereses comunes, de tal manera que todos puedan estar en sus aulas. Es decir, que no corresponde que el Estado mantenga la obligatoriedad de impartir ‘clases de religión’ en sus escuelas, por cuanto se contradice con la denominación de Estado laico, es decir, separado e independiente de toda institución religiosa.

Sobre esto, quisiera dejar en claro que no pretendo negar el derecho de las instituciones religiosas, sean estas musulmanas, judías, católicas o protestantes, a hacer su catecismo o adoctrinar fieles. Pero entiendo que para ello están sus propias instalaciones, donde las personas que se sientan identificados con aquellos valores puedan acudir con absoluta libertad a recibir sus edictos. Luego, las escuelas estatales no deben ser utilizadas como apéndices de aquellas instituciones, puesto que, o bien serían insuficientes las horas pedagógicas para abordar todas las denominaciones religiosas por igual, e independientemente a cada interesado, o bien sólo se abordarían algunas de ellas, en desmedro de otras ‘minoritarias’. Y esto no se resuelve de ninguna manera con la ‘optatividad’ de la asignatura de religión, que establece el decreto Nº40, para el alumno y la familia; ya que en aquellos casos lo que se hace es relegar a quienes no acepten participar de aquella asignatura, al aislamiento frente a su grupo-curso, provocando la separación y la discriminación de quienes se adscriban a dicha cláusula. Esto, además, constituye una arbitrariedad y una intromisión en la privacidad de la conciencia de los ciudadanos, por cuanto tramitar la optatividad conlleva hacer pública, indirectamente, la opción filosófica de aquellos. Luego, aquella optatividad es ambigua, ya que a fin de evitar hacer pública la concepción filosófica, y de la misma manera, de evitar el estigma, no se hace uso de dicha prerrogativa, obligando a los ciudadanos, finalmente, a participar de las actividades doctrinarias sin adscribir a ellas. Por último, una prueba fehaciente de la ambigüedad del punto que se refiere a la obligatoriedad de la asignatura de religión, es que, siendo obligatorio, además de evaluarse en conceptos que no inciden en la promoción del alumno, la ley establece que de no dictarse, sus horas (2) pueden ser destinadas o distribuidas dentro de los demás subsectores.
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3º Educación chilena con una sola bandera, una utopía con cara de urgencia.

Después de lo anterior queda en evidencia que a lo que se aspira es a que el Estado, tal como lo sugería Letelier, sea capaz de hacerse cargo del financiamiento –la administración correspondería a las universidades- del sistema educacional de la nación, proveyendo los recursos que garanticen a cada ciudadano el acceso a una escuela digna y con altos estándares de calidad; de tal forma de hacer innecesaria la existencia de escuelas privadas que en su mayoría, por cierto, hacen un lucrativo negocio con las aspiraciones de la clase media y alta, que de verlas satisfechas en el sistema público no dudarían en economizar aquellos importantes aranceles que deben invertir durante años. Sólo aquella gestión estatal nos otorgaría la categoría de país desarrollado.
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Entonces, concebir un país donde las escuelas sean propiedad de todos los ciudadanos, y que enorgullezcan a cada sujeto que en ellas se forman, es una meta que obviamente requiere largos años de discusión como sociedad; y por cierto que es alcanzable sólo en el largo plazo. Más bien, y considerando que existe toda una generación de padres jóvenes que crecieron en una sociedad que se avergonzaba de su sistema escolar público, se torna una utopía. Pero es una utopía que puede ser alcanzada si la voluntad de la clase dirigente la considera una opción legítima y representativa de una nación que en su primer artículo constitucional proclama la igualdad de la que gozan los ciudadanos al nacer en Chile.

Ahora bien, la idea no es que al considerarla una utopía nos crucemos de brazos y sigamos en lo que estamos. Muy por el contrario, las utopías, pienso, permiten que nos mantengamos vivos y con un horizonte hacia el cual transitar. Y aquel horizonte puede mediatizar nuestro filosofar y nuestras reflexiones, de modo que cada día estemos en constante movimiento intelectual en pro del perfeccionamiento de nuestro quehacer pedagógico -de nuestra escuela-. Sólo si llevamos nuestra discusión a ámbitos más elevados, como un cambio radical en la administración del sistema educacional chileno, estaremos avanzando realmente hacia una nación moderna, joven y saludable.

Es de asumir, por lo tanto, que sólo mientras mantengamos un discurso coherente con las aspiraciones de aquellos que sembraron la semilla de la educación pública en Chile; un discurso que nos empeñemos en materializar; estaremos en condiciones de decir presente! a quienes nos allanaron el camino y nos construyeron los cimientos de la escuela chilena, sobre los cuales debemos construir cada día una educación que responda a su patria y al mundo en que se inserta. Y por sobre todo, estaremos en condiciones de decir presente! a aquellos niños y niñas que ingresan a las aulas con la ilusión de que les estaremos dando lo mejor de nosotros; que no les ocultaremos ni omitiremos la verdad, ni les mostraremos sólo nuestra propia verdad. Son ellos quienes deben inspirar a profesores cuya única aspiración sea hacer aquello que fue significativo en su tiempo de escolar, y mejorar u omitir aquello que no lo fue, con la constante actualización de sus conocimientos; profesores que luchen por romper el círculo vicioso en el que se vieron envueltos en su tiempo, abriendo las ventanas del conocimiento para que ingrese luz y frescura en las aulas, para que se entibien los lazos entre quienes aprenden y enseñan a la vez, y se renueve el aire que da vida a una actividad de amor como es el recorrer con los alumnos el sendero de la verdad.
“Ensancha el campo de tu saber; quiérelo con firmeza; plantea cuestiones sobre todas las cosas útiles o necesarias y sobre aquellas que te conciernen de modo más especial, reflexiona atentamente; la virtud de la conciencia justa se obtiene con estos tres movimientos del espíritu”.
(Tres movimientos, Conversaciones de Confucio, año 483 a.C.)

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